domingo, 7 de septiembre de 2014

A propósito de Capote. La belleza de los matices



Los gustos cinematográficos se parecen a los gastronómicos. Cuando somos pequeños, disfrutamos de los gustos sencillos e intensos, como el dulce del chocolate o el picante explosivo de un Peta Zeta. A medida que nos hacemos mayores, nuestro paladar se refina y empieza a valorar los matices de sabores más complejos, como el del pescado, el café o una copa de buen vino. Sabores que, con frecuencia, no pueden ser descritos con pocas palabras y merecen un análisis más detallado, más reflexivo.

Con el cine sucede algo parecido. De niños nos gustan las películas que transmiten emociones o pensamientos fáciles de entender, como las comedias, las de acción o de aventuras, películas que presentan personajes arquetípicos: el bueno, el malo, la guapa, el payaso, el triste. Y no es menos cierto que esos films siguen arrastrándonos al cine cuando somos adultos, quizás, precisamente, porque nos recuerdan la magia de nuestra infancia, de un mundo más sencillo donde todo era más claro y evidente.

Pero, a medida que maduramos, empezamos a apreciar otro tipo de películas: aquellas que se resisten a la clasificación, como las que mezclan el drama y la comedia: Películas protagonizadas por personajes de actitudes y sentimientos ambivalentes, trufados de aristas. Capote, dirigida por Benett Miller en el año 2005, es una de esas películas.

Capote, contrariamente a lo que alguien podría pensar por su título, no es un biopic del genial escritor norteamericano. Si lo fuera, probablemente se trataría de una película mucho más convencional y menos interesante. En su lugar, la obra de Miller relata un episodio – el más trascendente según su biógrafo – de la vida de Truman Capote, relativo al proceso de escritura de una de sus obras más conocidas, “A sangre fría” (In cold blood). “In cold blood”, a su vez, novela el asesinato, absurdo y brutal, de una familia de granjeros de Holcomb, un pequeño pueblo de Kansas, en noviembre de 1959.

Cuando el homicidio múltiple tuvo lugar, Capote estaba buscando un tema para su próximo libro, una historia real con la que pretendía crear un nuevo estilo literario, la novela-testimonio (nonfiction novel), mezcla de narrativa y reportaje periodístico. Al conocer el suceso, intuyó que podía aportarle el material que estaba buscando, y pidió al diario The New Yorker que le enviara a Holcomb. Una vez allí, entró en contacto con los asesinos, que fueron detenidos poco después de su fechoría, y trabó amistad con uno de ellos, Perry Edward Smith, con el cual se sentía en cierta manera identificado porque ambos habían padecido una infancia de abandono y de soledad.

Sin embargo, el principal motivo por el cual Capote quería ganarse la confianza de Smith era el convencimiento de que su nuevo libro le iba a consagrar como uno de los mejores escritores del siglo XX y que, cuanto más supiera sobre las circunstancias reales del crimen, mejor sería su obra.

Ese es precisamente el conflicto psicológico que la película explora con gran maestría. Por un lado, parece que el escritor siente una auténtica compasión por Perry; así, le alimenta cuando decide dejar de comer en medio de la depresión, le busca un buen abogado y, en más de una ocasión, le vemos emocionarse ante el destino que espera al convicto, que no es otro que la pena de muerte. Compasión que tiene su reflejo en la que experimenta el espectador por el propio Capote, un ser terriblemente necesitado de afecto y de admiración que siempre ha soportado la losa de sentirse diferente del resto de la gente.

Por otro lado, a medida que su libro va avanzando y Capote necesita acabarlo para recoger los frutos de su éxito, asistimos a la degradación moral del escritor, que llega a desear que se ejecute a los dos criminales para poder finalizar su novela.

La película trata, en última instancia, de ese proceso de deshumanización, que Miller expone de manera aparentemente objetiva, de forma que el espectador puede decidir si justificar a Capote o concluir que, al margen su genialidad, su afán de éxito le convirtió en un monstruo, un depredador al que no le importaba utilizar a las personas como conejillos de indias para alcanzar la fama.

Aquí radica el interés de la película. La ambivalencia del personaje, sus contradicciones, su grandeza y su miseria - que el recientemente desaparecido Philip Seymour Hoffmann encarna a la perfección – escapan a la clasificación y hacen de él alguien turbadoramente fascinante, terriblemente humano.
Después de publicar A sangre fría, Capote no fue capaz de acabar ninguna otra novela hasta que falleció en 1984, víctima del alcoholismo y la depresión. El epígrafe de su última obra inacabada reza así:

“Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”