martes, 13 de julio de 2010

Terminus



Lima (13 y 14 de julio)

Snif, snif, ya lo dice la canción, nada es para siempre…
Lima es una ciudad más bien gris…literalmente. Al menos en invierno, cuando apenas se ve el sol, oculto permanente por una mezcla de nubes-niebla-smog que tiñe la urbe de un color mediocre y melancólico. Espero tener algún día la oportunidad de visitarla en otro momento del año.
Lo único destacable fue la vista de la playa de Miraflores desde el Parque del Amor (sí, se llama así, en serio). Finalmente el cielo se había despejado y decidí sentarme a contemplar la puesta de sol. Las parejas paseaban de la mano o se prodigaban cariño en los bancos del parque. En la playa los surfistas esperaban la última ola del día para que les llevara hasta la orilla, y la sensación de fin del camino empezaba a inundarme como un veneno dulce que se va extendiendo poco a poco.
De repente, las nubes volvieron a cubrir el sol, y me quedé sin mi idílico ocaso. Resignado, guardé mi cámara en la bolsa y volví al hotel. El viaje había acabado.

lunes, 12 de julio de 2010

Huacachina e Islas Ballestas



Huacachina y las islas Ballestas (10 a 12 de julio de 2010)

Los últimos lugares que visité antes de llegar a Lima fueron Huacachina, un oasis en el desierto cerca de la ciudad de Ica, y las islas Ballestas, un parque natural cercano a Pisco, localidad famosa por la bebida espirituosa del mismo nombre, ingrediente básico del Pisco Sour.
Esta parte del viaje la compartí con Maggie y François, una pareja francesa encantadora con la que, por caprichos del destino, había ido coincidiendo desde Machu Picchu.
En Huacachina no hay mucho que hacer, salvo ver la salida y puesta de sol entre las dunas, ir en buggy y hacer sandboard (adaptación del snowboard a la arena del desierto). Bueno, ¡eso y ver a la selección española ganar la copa del Mundo! Yupiiiiiiiiiii!!!!!!!!!!!!!!!!!
De las islas Ballestas me quedo con las imágenes de los leones marinos rezongando sobre las rocas, ajenos a las ávidas miradas de los turistas buscando la foto “mona” del viaje.

viernes, 9 de julio de 2010

Cumpliendo sueños (y los excesos del desayuno)



Nazca, 9 de julio de 2010

Cuando tenía 9 años leí en un libro de aprendizaje de inglés (el mítico Discoveries) sobre la existencia de unas líneas y figuras de grandes dimensiones en el desierto de Nazca, Perú. Estas imágenes, realizadas entre los siglos I y VI d.C. por la cultura homónima, la Nazca, consisten en líneas que a veces se extienden hasta donde abarca la vista, así como dibujos que llegan a alcanzar los 100 metros de longitud y representan animales como el mono, la araña, la ballena, y también seres humanos.
Se ha especulado y se sigue especulando sobre los motivos que llevaron a los nazcas a realizarlas. Algunos estudiosos sugieren que eran un calendario astronómico para saber cuándo plantar y recoger sus cosechas, otros ven en ellas símbolos religiosos y rituales, y más recientemente está cobrando fuerza la teoría de que indicaban la ubicación de pozos de agua – el desierto de Nazca es uno de los lugares con menor pluviosidad del mundo.
Probablemente las Líneas de Nazca no tengan una única explicación, sino varias de las que acabo de apuntar. Pero lo verdaderamente sorprendente es que sólo pueden ser apreciadas desde el aire, puesto que no hay elevaciones cercanas que permitan contemplarlas y que faciliten su trazado, lo cual suscita numerosos interrogantes sobre su realización.
Como decía al inicio, la primera vez que oí hablar de Las Líneas de Nazca fue hace veinte años. Desde entonces el recuerdo de las mismas me había sobrevenido en numerosas ocasiones, y al igual que Machu Picchu tenía una enorme curiosidad por verlas algún día.
Finalmente pude hacerlo el pasado 9 de julio, en un vuelo en avioneta de unos 25 minutos. Ahora puedo decir que son realmente impresionantes, al tiempo que os doy un consejo: ¡no se os ocurra nunca sobrevolarlas justo después de desayunar!
Pensaba que las avionetas se movían menos… mi estómago se convirtió en una centrifugadora en la que las tostadas se mezclaban sin pudor alguno con el café con leche y el zumo de naranja, y acabé olvidándome de las líneas, los animales y mi cámara de fotos para centrarme en mirar al horizonte y desear que el vuelo acabara cuanto antes. Pero estuve allí…

miércoles, 7 de julio de 2010

El cóndor pasa



Cabanaconde, 7 de julio de 2010 (referencia: partido Alemania-España)

Después de pasar por Arequipa, una ciudad notable pero que carece del encanto de Cusco, me dirigí a Cabanaconde, un pueblecito a 6 horas de distancia en bus por una carretera infernal. El principal atractivo de Cabanaconde es ser una de las entradas al Cañón del Colca (el más grande del mundo, doblando la altura del celebérrimo Cañón del Colorado).
Pero yo no fui allí para hacer trekking, sino porque el Cañón es el mejor lugar para contemplar el vuelo del ave más grande del planeta, el cóndor, que llega a medir 3,5 metros de envergadura con las alas extendidas.
Ante la vista de un cóndor en vuelo, es fácil entender por qué los incas, entre otros pueblos, consideraban que este era un animal inmortal en contacto directo con los dioses, y lo veneraban como un ave sagrada.
Con sus alas desplegadas, elevándose sin hacer el más mínimo esfuerzo y utilizando únicamente las corrientes ascendentes de aire cálido, con las que puede alcanzar los 7.000 metros de altitud, el cóndor deja por momentos de ser un ave para convertirse en el señor de los cielos, un verdadero rey del aire.

lunes, 5 de julio de 2010

Cosas que aprendí en Cusco



Cusco ha sido una grata sorpresa. El único motivo por el que fui a esta ciudad era simplemente que constituye el punto de partida para acceder a Machu Picchu, ignorante de que es quizás la ciudad más hermosa del Perú.
Desde luego, la Plaza de Armas es algo glorioso. Flanqueada por la catedral al norte y la iglesia de la Compañía de Jesús al este, en los lados sur y oeste presenta unos elegantes soportales ocupados por pequeños negocios y las inevitables agencias turísticas, que en cualquier caso no afean el conjunto. El centro de la plaza es un jardín delicioso con numerosos bancos en los que los cusqueños (y las hordas de turistas) se relajan y los niños juegan. Una estampa realmente idílica.
Pero no quería hablaros de eso, sino de la que ha sido mi principal ocupación en esta ciudad, aparte de pasear: aprender a hacer un colgante gracias a un artesano local, Eduardo.
Conocí a Eduardo en una plazoleta de San Blas, el barrio de los artistas. Me llamó la atención el grado de elaboración de sus collares, sus colgantes y sus pulseras, muy superior a cuanto había visto hasta entonces. Nos pusimos a hablar de nuestros respectivos lugares de origen, y luego de la época negra en que la violencia cruzada de Sendero Luminoso, el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru y los paramilitares asoló el país, dejando 69.000 muertos y desaparecidos entre los años 1980 y 2000.
Una cosa llevó a la otra, y al final Eduardo me expuso su filosofía sobre el trabajo y el grado de autoexigencia con el que elaboraba sus piezas. Su credo, que comparto, podría resumirse en que todos tenemos alguna aptitud particular para determinada actividad, y debemos perfeccionar esta aptitud hasta llegar a ser lo mejores posible, el mejor "uno mismo" posible.
Con cierto atrevimiento le enseñé un colgante muy sencillo que me había hecho yo mismo en la selva, ayudado por Faizer (ver post 'Pura Vida') y utilizando un diente de caimán. Eduardo evitó hacer comentario alguno sobre el mismo, aunque lógicamente mi pequeña creación debía parecerle lo más cutre que había visto en tiempo. Entonces se me ocurrió una idea. Le pregunté si podría comprar uno de sus colgantes pero con la finalidad de utilizar la imagen que colgaba del mismo (una figura de Las líneas de Nazca, de las que os hablaré pronto) de forma que, con hilo y semillas, yo me pudiera hacer mi propio colgante, ayudado por él. Eduardo aceptó encantado, ya que en su opinión uno no puede evolucionar si no enseña lo que sabe a otras personas.
Así me quedé un día más en Cusco con mi nuevo amigo, su mujer y su niña, que no debía llegar al año de edad. Fuimos a comer ceviche, la policía municipal nos echó de un par de plazas donde Eduardo intentaba vender su artesanía, y yo fui haciendo mi alhaja, que podéis ver en la foto y de la que me siento humildemente orgulloso.

sábado, 3 de julio de 2010

Solo en Machu Picchu



Machu Picchu, 3 de julio de 2010 (el día de Paraguay-España, para más datos)

Eduard Punset explica en su libro El viaje a la felicidad que ésta se encuentra "en la antesala de la felicidad". Así, se ha comprobado mediante estudios neurológicos que las partes del cerebro que se activan cuando se acerca un acontecimiento placentero (la ingesta de un manjar especialmente apreciado, un encuentro sexual, etc) son las mismas que son estimuladas cuando estamos experimentando la sensación esperada. De hecho, en ocasiones dichos estudios han concluido que la satisfacción experimentada es mayor antes que durante el hecho anhelado en sí. De ahí la afirmación "la felicidad se encuentra en la antesala de la felicidad".
Este fenómeno tiene una derivada negativa que no menciona Punset pero yo me atrevería a aventurar: para que un acontecimiento esperado colme nuestras expectativas no sólo deberá ser tan bueno o satisfactorio como nos lo imaginábamos ex ante, sino que deberá ser incluso mejor.
Si lo dicho es cierto, podría ayudar a explicar por qué con frecuencia es difícil que un suceso largamente esperado esté a la altura de nuestras esperanzas.
Hace muchos años que quería visitar Machu Picchu. No de forma urgente, pero sí segura. Es decir, que era algo que podía hacer este año, el siguiente o dentro de cinco, pero decididamente quería conocer este lugar antes o después. O, por utilizar una expresión un tanto manida, era un lugar que debía ver antes de morir.
Un sentimiento así crea muchas expectativas, y más teniendo en cuenta que Machu Picchu fue recientemente elegido una de las 7 nuevas maravillas del mundo.
Después de haber conocido Machu Picchu, puedo aseguraros que no me ha decepcionado en absoluto, más bien al contrario.
Machu (como es conocido en la zona) fue una ciudadela construida a finales del imperio inca hacia el año 1450, y fue abandonada unos cien años después ante el avance de los conquistadores españoles, cayendo en el olvido durante casi cuatro siglos.
En 1911, un arqueólogo inglés llamado Hiram Bingham descubrió la ciudad guiado por informaciones un tanto vagas de pobladores locales, que hablaban de la existencia de unas ruinas incas en la zona del valle Urubamba.
Puedo imaginar la sorpresa de Bingham cuando llegó aquí y fue consciente de haber descubierto la única ciudad inca que no había sido expoliada y deconstruida, cubierta tan sólo por la maleza. En la actualidad Machu Picchu puede observarse limpia de vegetación y con algún arreglo puntual, pero presenta un aspecto arquitectónico muy similar al que debía tener en su época de apogeo.
Pero lo que hace de éste un lugar único en el mundo no es únicamente su interés arqueológico, sino su ubicación, rodeada de montañas de frondosa vegetación de una belleza indescriptible. Si la ciudad no existiera el lugar merecería igualmente ser visitado como uno de los más hermosos del Perú.
Y yo tuve el privilegio de verlo como si estuviera prácticamente solo en las ruinas. El motivo de esta suerte fue que entré en el primer grupo de visitantes, a las 6.00 h de la mañana, cuando estaba amaneciendo, y que el recinto es muy extenso, por lo pude estar casi media hora sin ver un alma, sentado en el centro de la vida espiritual de Machu Picchu, el observatorio astronómico o Intihuatana (http://en.wikipedia.org/wiki/Machu_picchu).
Podría explicaros todo lo que anduve visitando el lugar, los cientos de fotos que tomé (a pesar de mi intención de contenerme), o cómo salí un rato del recinto para ver a España pasar a las semifinales del Mundial. Pero mi principal recuerdo de la visita será siempre la panorámica desde el observatorio y el trinar de los pájaros de fondo, que parecían darme los buenos días.

viernes, 2 de julio de 2010

Pura Vida



Selva boliviana (25 al 28 de junio)

En la selva, las heridas cicatrizan más rápido que en la civilización. No tengo ninguna evidencia científica de ello, pero esta ha sido mi experiencia con unos cortes que llevaba arrastrando en la mano debidos al frío del Altiplano boliviano.
Mi primera intención era hablaros de todas las penalidades que he padecido en la jungla estos últimos cuatro días. Pero ahora, desde la calma de Rurrenabaque, y con unas cuantas horas de perspectiva, empezar hablándoos de mosquitos, tarántulas y hormigas venenosas me parecería anecdótico e incluso frívolo.
La selva es pura Vida. Contemplada desde un avión en vuelo es lo más parecido a un multitudinario concierto de rock que uno puede hallar en el mundo natural. Los árboles se amontonan, intentando crecer los unos por encima de los otros e impidiendo al viajero boquiabierto vislumbrar el suelo.
Pero es una vez dentro donde la identidad selva-vida estalla frente a tus ojos. La jungla siempre está en movimiento. En todo momento hay cientos, miles, millones de seres en actividad, que se alimentan, crecen, cazan o se comunican. A plena luz del día este hecho es constatable a simple vista: el suelo está poblado de hormigas, de orugas y de otros muchos insectos. Y también de arañas. Nunca me han hecho gracia los arácnidos. Pero aquí acabas por acostumbrarte y apreciarlas, y no sólo porque sean el depredador natural de los odiados mosquitos. Las he visto de todo pelaje y tamaño, desde una diminuta con forma triangular y los colores amarillo y negro de los taxis barceloneses, hasta una tarántula que sostuve en mi mano (mientras nuestro guía me decía que no temblara). Y por supuesto mariposas (¡qué colores!), coatis, monos capuchinos, papagayos, decenas de pájaros diferentes…
A veces los animales ya no están ahí, pero dejan su rastro. Así, vimos las marcas dejadas en el suelo por las garras de un jaguar, las huellas de un cerdo salvaje o la piel de una serpiente que acababa de mudar su ropaje y, según nos dijeron, debía tener unos 3 metros de longitud.
De noche en cambio es el sentido del oído el que cobra protagonismo. Es fascinante internarse en la oscuridad de la jungla y apagar la linterna. Paradójicamente, es entonces cuando más sientes la apabullante presencia de vida a tu alrededor. Las hojas crepitan por el paso de un roedor, un fruto cae al suelo, por encima de tu cabeza pasa un búho que ulula, y a lo lejos se oye un aullido que podría ser de un primate o de un pájaro. Y como fondo, el bajo continuo de lo que imagino deben ser grillos.
La selva es también el paraíso de los sabores. En estos cuatro días he probado termitas, gusanos, piraña y hasta mono. Y todo me parecía intenso y delicioso.
Por supuesto, esta es igualmente la casa de los olores. Aunque para un urbanita los olores pasan bastante desapercibidos - excepto el propio tras cuatro días de llevar la misma ropa, que prefiero obviar ;-). Me impresionó comprobar cómo nuestro guía Fazer, un indígena tacana, era capaz de apreciar con su simple olfato la cercanía de cerdos salvajes, e incluso que una serpiente había pasado recientemente por el camino que estábamos siguiendo.
Por supuesto, no voy a negar que estos días en la selva han sido duros. A la incomodidad propia de dormir en el suelo se sumaban el calor asfixiante y la molestia casi continua de los mosquitos y otros bichos “picantes” cuyo nombre ignoro, sobre todo en lugares cercanos a los ríos y otras fuentes de agua. Ayer calculé que tenía unas 70 picaduras sólo en la espalda. Más doloroso fue constatar al rascarme una herida de sangre seca que esa pequeña mancha redonda no era sangre, sino un bichito de cuatro patas que había decidido seguir viaje adosado a mi pierna.
Pero más allá del incordio de los mosquitos, la selva es un lugar en el que existen pequeños y grandes peligros. En más de una ocasión me picaron las hormigas de fuego, una especie que habita en un árbol llamado Palodiablo. Su picadura escuece como si te clavaran un pequeño alfiler, y es inofensiva en pequeñas cantidades – de hecho, los indígenas se hacen picar por ellas como remedio contra el reuma – pero en las comunidades locales se solía atar a los enemigos al Palodiablo para conseguir información. Y la conseguían, porque los locales saben que en un par de horas la acumulación de picaduras de hormigas de fuego produce la muerte.
Mucho peor es la mordedura de la llamada hormiga 24, un pequeño gigante de unos 3 centímetros que recibe su nombre de las 24 horas que dura el intenso dolor provocado por su veneno. Nuestro guía me explicó entre risas que un israelí que la “cató” afirmó que prefería morir antes de volver a sufrirla. Hormigas de este tipo pasaron entre mis pies en más de una ocasión.
Por no hablar de la abundancia de tarántulas, que si no son tratadas adecuadamente (como hizo Fazer antes de permitirme sostener una) atacan sin pensarlo, produciendo un dolor y una hinchazón que espero no conocer nunca en mi propia carne.
La que sí conocí fue la picadura de una abeja, puesto que un enjambre nos atacó cuando pasamos al lado de su colmena, supongo que pensando que suponíamos algún tipo de amenaza. Tuvimos que correr unos treinta metros, pero todo quedó en un susto y una pequeña hinchazón que Fazer ayudó a aliviar aplicando en las heridas la savia de una planta local.
Y por supuesto el jaguar, que por suerte o por desgracia no pudimos contemplar, y las serpientes, el peor enemigo de la selva, de las cuales existen en Bolivia diversas especies venenosas cuya picadura es mortal. Tampoco topamos con ninguna.
En definitiva, la selva es pura vida, pero no hay que internarse en ella de forma inconsciente, sino siempre alerta de los peligros que esta esconde. A fin de cuentas, en la naturaleza la vida es inseparable de la muerte, y ambas forman inseparablemente un único ciclo.
La zona que visité es un área protegida gestionada por los indígenas tacanas, y es adyacente al Parque Nacional Madidi, compartiendo con este la misma vegetación y fauna. El PN Madidi está reconocido como uno de los lugares de mayor biodiversidad del mundo. Desde hace años un proyecto de presa hidroeléctrica en el río Beni amenaza con inundar la mayor parte del parque por completo. Hasta ahora diferentes grupos ecologistas y las comunidades locales han conseguido frenarlo. Quién sabe hasta cuándo.


Nota: selva y jungla no son términos sinónimos, pero lo que yo visité sí puede ser considerado como selva y como jungla. Para conocer las diferencias entre ambas, os adjunto un link http://es.wikipedia.org/wiki/Jungla