A veces el destino se encapricha en hacer las cosas a su manera. Decide que los acontecimientos sean a su gusto, y no está en la mano del ser humano oponerse a ello. El sino marca quién nace, quién vive y quién muere. Y lo mismo pasa con las tarjetas de crédito (y débito).
Esta mañana estaba en el aeropuerto de La Paz esperando mi vuelo a Rurrenabaque, el principal punto de entrada al Parque Madidi, el Parque Nacional con mayor biodiversidad del mundo. Después de pagar las tasas de aeropuerto, me he encontrado con una oportunidad única para saber si mi tarjeta, a la que había recolocado primorosamente el celo con un resultado estético bastante convincente, había muerto de forma definitiva o todavía podía "engañar" a algún cajero. En el aeropuerto había al menos 6 de diferentes bancos.
La primera máquina me ha devuelto amablemente el plástico, diciendo que la tarjeta no era válida.
Pero al introducirla en el segundo cajero...plop, ha caído. El cajero estaba tan mal montado que la ranura de la tarjeta no encajaba bien, de forma que debajo de la misma había un orificio por el que se ha colado mi queridísima Visa Electron. Obviamente, no había manera de recuperarla, y no me he tomado la molestia de llamar a la asistencia técnica del Banco de los Andes, que le ha dado la estocada definitiva.
Con lágrimas en los ojos, he llamado a La Caixa para anular mi compañera de viajes. RIP, Visa Electron.
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