sábado, 3 de julio de 2010

Solo en Machu Picchu



Machu Picchu, 3 de julio de 2010 (el día de Paraguay-España, para más datos)

Eduard Punset explica en su libro El viaje a la felicidad que ésta se encuentra "en la antesala de la felicidad". Así, se ha comprobado mediante estudios neurológicos que las partes del cerebro que se activan cuando se acerca un acontecimiento placentero (la ingesta de un manjar especialmente apreciado, un encuentro sexual, etc) son las mismas que son estimuladas cuando estamos experimentando la sensación esperada. De hecho, en ocasiones dichos estudios han concluido que la satisfacción experimentada es mayor antes que durante el hecho anhelado en sí. De ahí la afirmación "la felicidad se encuentra en la antesala de la felicidad".
Este fenómeno tiene una derivada negativa que no menciona Punset pero yo me atrevería a aventurar: para que un acontecimiento esperado colme nuestras expectativas no sólo deberá ser tan bueno o satisfactorio como nos lo imaginábamos ex ante, sino que deberá ser incluso mejor.
Si lo dicho es cierto, podría ayudar a explicar por qué con frecuencia es difícil que un suceso largamente esperado esté a la altura de nuestras esperanzas.
Hace muchos años que quería visitar Machu Picchu. No de forma urgente, pero sí segura. Es decir, que era algo que podía hacer este año, el siguiente o dentro de cinco, pero decididamente quería conocer este lugar antes o después. O, por utilizar una expresión un tanto manida, era un lugar que debía ver antes de morir.
Un sentimiento así crea muchas expectativas, y más teniendo en cuenta que Machu Picchu fue recientemente elegido una de las 7 nuevas maravillas del mundo.
Después de haber conocido Machu Picchu, puedo aseguraros que no me ha decepcionado en absoluto, más bien al contrario.
Machu (como es conocido en la zona) fue una ciudadela construida a finales del imperio inca hacia el año 1450, y fue abandonada unos cien años después ante el avance de los conquistadores españoles, cayendo en el olvido durante casi cuatro siglos.
En 1911, un arqueólogo inglés llamado Hiram Bingham descubrió la ciudad guiado por informaciones un tanto vagas de pobladores locales, que hablaban de la existencia de unas ruinas incas en la zona del valle Urubamba.
Puedo imaginar la sorpresa de Bingham cuando llegó aquí y fue consciente de haber descubierto la única ciudad inca que no había sido expoliada y deconstruida, cubierta tan sólo por la maleza. En la actualidad Machu Picchu puede observarse limpia de vegetación y con algún arreglo puntual, pero presenta un aspecto arquitectónico muy similar al que debía tener en su época de apogeo.
Pero lo que hace de éste un lugar único en el mundo no es únicamente su interés arqueológico, sino su ubicación, rodeada de montañas de frondosa vegetación de una belleza indescriptible. Si la ciudad no existiera el lugar merecería igualmente ser visitado como uno de los más hermosos del Perú.
Y yo tuve el privilegio de verlo como si estuviera prácticamente solo en las ruinas. El motivo de esta suerte fue que entré en el primer grupo de visitantes, a las 6.00 h de la mañana, cuando estaba amaneciendo, y que el recinto es muy extenso, por lo pude estar casi media hora sin ver un alma, sentado en el centro de la vida espiritual de Machu Picchu, el observatorio astronómico o Intihuatana (http://en.wikipedia.org/wiki/Machu_picchu).
Podría explicaros todo lo que anduve visitando el lugar, los cientos de fotos que tomé (a pesar de mi intención de contenerme), o cómo salí un rato del recinto para ver a España pasar a las semifinales del Mundial. Pero mi principal recuerdo de la visita será siempre la panorámica desde el observatorio y el trinar de los pájaros de fondo, que parecían darme los buenos días.

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